José Luis Borges
Caminaba sola, se detuvo a mirar atrás y no vio a nadie, los roqueríos le tapaban la visión y pensó que los niños que jugaban en la playa se habrían ido ya de vuelta a sus casas, sentía frío y comenzaba a amainar la luz del cielo. Se quedó quieta un segundo y se sentó, se sacó las zapatillas y las sacudió para que cayese la arena que había quedado acumulada al caminar, las dejó a un costado con los calcetines en su interior y se acostó, cerró los ojos y se puso a revolver la arena con sus pies rompiendo la dura cubierta que se formaba en la superficie, le gustaba sentir cuando ya dócil la arena pasaba por entre sus dedos, tal como lo hacía cuando era pequeña con Felipe, y cuando se aburrían de ello se ponían a correr en la orilla del mar persiguiéndose el uno al otro, e intentando no pisar el agua, adentrándose cuando esta se recogía, y corriendo de vuelta cuando volvía la marea. No notó que había parado de llorar…
-Valentina, ven a ayudarme con los platos - escuchó desde adentro. Se paró del sillón y fue a la cocina. – Ten, este llévaselo a tu abuelo- le indicó su madre. Tomó el plato con cuidado y lo llevó a la mesa. En la cabecera se encontraba sus abuelo, tenía un espeso bigote, el pelo cano y los ojos color miel, igual que ella.
-Gracias mi´jita – tomó la cuchara y sorbió fuertemente la sopa. Estiró la mano para tomar el ají, vertió generosamente dos cucharadas sobre el plato, apartó la presa y revolvió el caldo que se tornó rojizo.
-¡Hija, venga! – escuchó de nuevo y caminó a la cocina - ¿Habló a su hermano para que viniera a almorzar? - le preguntó su madre mientras servía otro plato.
-Si mamá, dijo que ya venía – respondió Valentina.
-Bueno, vaya a decirle de nuevo para que estemos todos en la mesa, no me gusta que ande comiendo después sólo, y menos ahora que vino para estar con los abuelos.
Valentina caminó hasta la pieza, se quedó mirando en el espejo, vio reflejadas sus facciones suaves, su pelo claro y sus ojos miel. Debía estar rondando el metro sesenta, sus caderas se habían ensanchado, su cintura disminuido y sus pequeños pechos poco habían cambiado, se tomó el pelo y siguió hacia la pieza.
-Felipe, mi mamá te llama a almorzar – le dijo
-Dile que no tengo hambre – estaba tirado en la cama leyendo una novela de Alberto Blest hasta la interrupción, vestía unos jeans azules y una polera verde.
-Dijo que fueras, para que almorzáramos juntos–. A rezongones Felipe se levantó, se puso las zapatillas y le tiró una almohada a su hermana. – ¡Pipe!- exclamó entre risas, y le devolvió un cojín en la cara.
-Apúrate mejor – dijo ella.
Se sentaron juntos en la mesa. Al frente de ellos estaba su abuela, a lado su madre y en el otro extremo de la mesa y frente a su abuelo, estaba sentado su padre que hablaba de las maravillas que ofrecía el nuevo muelle y como iba a cambiar la vida de los pescadores artesanales. Cuando ya todos terminaron de comer Catalina y su hija comenzaron a levantar los platos para luego servir el postre. Valentina llevó uno a uno los pocillos con duraznos a la mesa, y los fue sirviendo a cada unos de los comensales; ahora la conversación se había desviado hacia la polémica mal utilización de fondos de la municipalidad y como se veía involucrado el alcalde en ello.
Aburrida, Valentina se paró de la mesa, al segundo la siguió su hermano hasta la cocina; ella se puso a quemar cubos de azúcar en la superficie caliente de fierro y luego a lamerlos, era una vieja cocina con el cañón de la chimenea tiznado por el humo; el fuego ardía y calentaba durante toda la mañana el almuerzo, siempre habían ollas con comida del día anterior y una tetera cuya agua hervía constantemente, en la cual, con el tiempo se había acumulado una capa de sarro tan gruesa que había disminuido a menos de la mitad la capacidad de la tetera. Felipe empezó a tirar agua sobre la cocina, como un niño se divertía al ver bailar las gotas sobre la superficie, deslizándose hacia los lados hasta evaporarse completamente. Cuando se cansaron decidieron ir a dar una vuelta.
- Luego vuelven a la casa, nosotros con su papá nos vamos en una hora – les dijo su madre.
- Ya mamá- respondió el mayor
Valentina se acercó a su abuela y le dio un beso en su piel surcada con el paso del tiempo, se despidió de ella hablándole al oído fuertemente, hacía tiempo ya que estaba quedando sorda; de un beso se despidió de su abuelo también, que le guiñó el ojo tras meterle unas monedas en el bolsillo. Tomaron la calle Infante en dirección al río, sobre las tablas de la orilla comenzaron a lanzar piedras al ancho brazo que iba a dar al mar metros más abajo, con una habilidad tremenda Felipe hacía saltar una, dos, tres y cuatro veces las piedras sobre la superficie del agua.
Su mente era una maraña de pensamientos, la noche ya se hacía y lejanas las estrellas comenzaban a brillar como con desprecio a ella, iluminándole la cara, la tornó hacia el suelo, allí no podía verse, no existía reflejo, y otra vez escaparon las lagrimas de la prisión de sus ojos miel como reos al ver una paloma, lágrimas que la arena que la arena absorbía, caían como ella quería que cayese la culpa que la embargaba, el sentimiento que ella misma se imponía, porque no sabía, no sabía si en realidad era su culpa, ni siquiera entendió lo que había pasado.
¿Cómo lo haces? – le preguntó intrigada Valentina
-Tomas la piedra, así de lado – le indico – ahora haces este movimiento con el brazo, desde atrás hacia delante y antes de extender por completo el brazo la sueltas.
La piedra se mantuvo en el aire por casi 15 metros, descendió y se elevó de nuevo suavemente dejando ondas circulares en el agua, así dos veces más hasta que se hundió y no la pudieron ver más. - Ahora yo- tomó una piedra del suelo, y olvidando todo lo que su hermano le había dicho la lanzó contra el agua hundiéndose rápidamente. Intentó otra vez, pero o único que consiguió fue sacarle una sonrisa a Felipe, ella se sonrió resignada. Caminaron por la orilla del río, las tablas crujían, Vale corría por la orilla, se daba vuelta y miraba a su hermano, caminaba de espaldas, se giraba de nuevo. Llegaron a la plaza, el olor dulce de las cabritas impregnaba el lugar, las sombras de los viejos árboles se dibujaban en el suelo y daban refugio a los perros que cansados se tendían en el piso teselado. Un quiltro café, de pelo corto se lamía el dorso con la delgada lengua que salía de su hocico, ritual sólo interrumpido por el incesante sacudir de su pata izquierda para librarse de las pulgas que le fastidiaban.
Reían sentados en la banca, por alrededor de la plaza se extendían varios puestos de artesanía, Valentina había quedado prendada de unos pendientes de nácar azul. Conversaban acerca de lo que se les viniese a la mente, el cielo se tornó gris, casi como si supiera, casi como un presagio. Se miraron a los ojos, una expresión de pena se dibujó en la cara de la joven niña. Se acercó a un costado de Felipe, con su mano le colocó atrás el pelo que le cubría la oreja y le susurró al oído. Quedó mudo, sus pupilas se dilataron, los vellos de sus brazos se extendieron en punta, subió su temperatura corporal y se agilizaron sus reflejos, la presión sanguínea le aumento ostensiblemente, a la par con el ritmo cardiaco. Lo sentía, le golpeaba fuertemente el pecho hasta que se detuvo todo, primero se le entumeció la pierna y luego los brazos, un dolo agudo le punzaba el pecho y un mareo lo hacía tambalear de un lado a otro, veía todo lento, difuso, se concentró en un punto fijo pero no pudo sostener la mirada; cayó, y un hilillo de sangre bajó por la comisura de su boca. – Felipe, felipe, responde, Felipe escúchame. ¡Ayuda!, ¡auxilio! - gritaba desesperada Valentina - ¡llamen a alguien, llamen a una ambulancia!, mi hermano, Felipe, ¡Pipe!
En 5 minutos llegó la ambulancia, la apartaron del lugar, ella yacía en las frías baldosas, muda. Paro cardiorrespiratorio, aún presenta signos vitales, se requiere un traslado pronto, la situación es de extrema... no alcanzó a oír más, la gente se agolpó a ver que sucedía, gritaba y gritaba pero la voz no salía de su interior. No fue un paro no fue, yo se como ayudarle déjenme, fue su reacción, cayo de pronto, no fue mi culpa, no fue consecuencia de ello, fue algo al azar, Felipe…
Se levanto, se secó la cara con la manga, y caminó, caminó hacia delante, hasta perderse, hasta adentrarse donde nunca se había adentrado en todos esos años, la melodía del jazz se esfumó y no oyó nada más que el silencio puro. Respiró, y con ese respiró empezó a vivir de nuevo.